Parece ser que en la época de los romanos, cuando salían al circo, daban 7 vueltas porque ese número representaban la totalidad. Curiosamente 7 fueron tambien las vueltas que dieron los israelitas alrededor de Jericó antes de derribar sus muros. 7 son los colores que forman el arco iris, con el que Dios pactó con Noé que no habría otro diluvio que destruyera la vida. 7 notas musicales, 7 los brazos del candelabro judío, 7 los pecados capitales, 70 veces 7 las que debemos perdonar…
«Y Dios creó el mundo en 7 días. Bendijo el séptimo día y lo declaró sagrado, porque en él descansó de todo su trabajo de creación»
Un día cualquiera de primavera, en la pequeña localidad de Arafer, a pocos kilómetros de la costa. La suave lluvia que regó las calles a primera hora de la mañana dejó paso a un tibio sol que animaba a las nuevas flores a desperezarse, dejando en el ambiente ese aroma de pueblo que les visitaba de cuando en cuando, poniendo en los ojos de los más viejos una mirada nostálgica de lo que fue, y en los más jóvenes la excitación de lo que saldrían a buscar fuera en las próximas vacaciones. Los árboles de la avenida principal se alzaban en todo su esplendor en esta época, vestidos de verde esperanza, frondosos, cobijando multitud de nidos en sus ramas y dando buena sombra a los abuelos que descansaban en los bancos de su paseo diario. Estos árboles presidían sendas hileras de casitas que habían sobrevivido a los avances tecnológicos no por ninguna casualidad ni milagro, si no porque un buen día empezó a ponerse de moda de nuevo el vivir en una casita independiente, en mitad de una pequeña ciudad, así que lo que un día fueran viviendas humildes, las llamadas «casas baratas», volvieron a habitarse, remodelarse, y cómo no, a cotizarse al alza.
Esta avenida desembocaba en la plaza, que un día tuvo hasta una torre y varios caseríos centenarios, que derribaron para hacer bloques de viviendas, a pesar de las protestas y sentadas que protagonizaran las gentes del pueblo. La plaza convertida en parque estaba flanqueada por edificios de 7 alturas. Y en los soportales de uno de ellos, el bar más antiguo del lugar, el único que tuvo la suerte de poder adaptarse a los cambios, aunque hicieron falta cambios para su adaptación. Y donde entonces los hombres se tomaban el vinito antes de ir a casa al salir de la fábrica, o echaban un mus o un dominó los domingos al mediodía, ahora modernas amas de casa, ejecutivos que no descansan nunca, y jóvenes que hacían peyas en el insti, se tomaban en soledad un café y un pincho de tortilla.
Así estaba Carla, un día cualquiera de primavera, sentada sola en una mesa al lado de la ventana, revolviendo un café al que todavía no le había echado el azúcar. De vez en cuando apartaba la vista y la perdía en los pequeños jugando en el parque vigilados por sus abuelos, para volver a perderla en la espiral del café. A su lado un periodico doblado por la sección de anuncios clasificados y un boli con sus iniciales junto a él. Al fondo, un camarero joven la miraba con cierta intriga. La conocía tan bien como puede llegar a conocer un camarero a un cliente, y este día le extrañaba que no hubiera pedido el pincho, no porque no lo pidiera, pero… la veía tan perdida, tan descolocada… no parecía tener prisa por llegar a su clase de gimnasia, y él sabía que iba todas las mañanas. Sus miradas se cruzaron, y su sonrisa, aunque débil, le animó a acercarse, con el pretexto de vaciar el cenicero de la mesa de al lado y ofrecerle un vaso de agua, como era su costumbre, y que ella negó perezosa con la cabeza. «¿Qué, hoy no vas al gimnasio?», «No… no creo que vaya hoy»; «¿Estás bien, Carla?»; «Si… si, claro… es sólo que hoy no me apetece mucho… pero gracias». Y volvió a su sitio en la barra, y a aprovechar los momentos de poco movimiento en el bar para leer algo de unas hojas que siempre llevaba y ponía debajo, fuera de la vista de los clientes.
Carla miró sin interés el gran reloj de pared. Faltaban como dos horas para que se encontrara con Marcos, su novio y compañero de trabajo, y ahora rival ante una vacante en la directiva de la empresa. Lo que había comenzado siendo un juego de complicidad se estaba convirtiendo en una verdadera lucha de poderes que le estaba dejando sin fuerzas. Sólo veía una solución, y aquello tampoco le entusiasmaba. Como tampoco le entusiasmaba en aquellos momentos una comida familiar. No es que no se llevara bien con su familia politica. De hecho Lola, la hermana de Marcos, era sin duda una de las mejores personas que había conocido. Siempre con una sonrisa, siempre educada, jamás, ni en sus peores días, la escuchó una palabra más alta que otra, y sobre todo, tan espléndida, con todo el mundo que la conocía, y con quien no, también. Mercedes, la madre, era de trato dulce, una elegancia innata más allá de la educación de unos estudios que no tenía. Y así todo, algo de aquella mujer tocaba a Carla por dentro, tal vez que le recordaba a su propia madre, que le faltaba ya hacía varios años. Sabía que se hubieran llevado bien, ambas tan sencillas en sus formas, y con ese mundo interior tan increiblemente rico. Su padre, en cambio, le provocaba otra cosa. Sabía que era un buen hombre, pero aquella forma de mirar a la gente… tenía un comportamiento un tanto extraño en la mesa y aunque Carla jamás vió nada parecido en su casa, pensaba que serían consecuencias de haber pasado una guerra. Marcos le explicó una vez que cuando se jubiló cayó en una depresión que le hizo cambiar radicalmente, aunque mejoraba poco a poco. Pero claro, Carla no lo conocia antes que dejara el trabajo… No, tampoco era Roberto, la incomodaba, si, pero nunca tanto como para no alegrarse de pasar una tarde con ellos. Era otra cosa, simplemente, no le apetecía moverse, no se veía con fuerzas.
Suspiró mientras echaba el azucarillo en el café y volvió a perder la vista en la ventana mientras lo revolvía de nuevo. Unos pequeños toques en el cristal de la ventana le hicieron fijar los ojos y ver. Su hermano Victor le sonreía, con el brazo echado sobre los hombros de una mujer que trataba de forma ridícula de desaparecer detrás. Desaliñado, con algo de barba, y con la misma ropa que le vio por la mañana corriendo en la lluvia, y saliendo de casa de su padre la noche anterior, lo único que cambiaba, era la chica. Le miró con ligera interrogación, lo que provocó en él una corta carcajada. Se encogió de hombros aceptando irónicamente su sino, le guiñó un ojo, y Carla volvió a quedarse sola. Pensó en él unos minutos. Se parecía tanto a su padre… recordaba que antes eran iguales incluso en el trato, tan comedidos, tan rectos, tan racionales… Antonio seguía igual, pero Victor… no sabe exactamente qué le hizo cambiar, aunque tenía sus sospechas. El giro que dió su vida le preocupaba; había dejado a su novia de toda la vida y no parecía querer encontrar ese punto donde se une tu sombra a tu cuerpo, esa sensación emocional que sólo te da alguien que te quiere, o eso pensaba ella. Poco quedaba de su antigua prudencia, salvo en su trabajo, un buen puesto en el departamento de informática de una gran empresa donde por fortuna, seguía siendo igual de reconocido. El dolor de cabeza amenazó con volver de nuevo, asi que Carla volvió a perderse en el café, cada vez más tibio.
Al otro lado del parque un joven de mediana edad, guapo y de estudiada apariencia tranquila , paseaba un pequeño perro. Unos episodios de ansiedad que culminaron en una depresión, le forzaron a coger la baja que le mantenía desde hacía varias semanas en casa. Y cuando su mirada pasó por la ventana del bar y vio aquella cara que conocía tan bien, un brillo extraño acarició sus ojos mientras lentamente se colocaba detrás de un árbol sin apartarlos de ella. Allí estaba quien ocupaba su cabeza la mayor parte del tiempo, la mujer perfecta, con la vida perfecta. Allí estaba Carla, su vecina. Toni vivía en la casa de enfrente y solía cotillear a hurtadillas cada vez que les sentía. Espiaba detrás de las cortinas siempre que tenía tiempo libre, y aquellas semanas tenía mucho. Procuraba hacerlo con cuidado, igual que ahora, entre los arbustos y detrás del árbol, para que su mujer no se diera cuenta. Teresa andaba algo marhumorada ultimamente y no necesitaba darla motivos para una nueva discusión tonta . Al cabo de unos minutos vio otra figura familiar pasando por delante del bar. Laura, la amiga de Carla, paseaba con su novio, Esteban, compañero de Carla y Marcos e igualemente aspirante al puesto directivo. Se pararon en seco cuando la vieron allí sentada, se cruzaron un par de frases, se dieron un beso, y mientras Esteban se alejaba saludando con pesadez a Carla tras el cristal, Laura entró con semblante serio que cambió por una momentánea sonrisa cuando le dio dos besos y se sentó frente a ella. Después, otra vez seria, la veía hacer aspavientos con los brazos… cogió el periódico para volver a tirarlo en la mesa, la señalaba con el dedo, luego negaba y la volvía a señalar, mientras Carla permanecía impasible ante sus palabras. Le puso las manos en los hombros, la zarandeó un poco, y luego las bajó hasta las de ella, tomándolas con fuerza. Así estuvieron un buen rato, hablando mucho Laura, asintiendo y negando Carla. Las vio mirar el reloj, y él lo miró también, curioso de saber la hora exacta. Había estado una hora alli mirando, espiando, sin darse cuenta del tiempo. Vió a Laura levantarse, coger su bolso e ir al baño, casi al mismo tiempo que un coche paraba cerca del bar.
Marcos entró en el bar con cara irritada. Habían quedado para ir a comer a casa de su hermana, que hacía poco había vuelto de un pequeño viaje. Le dio un beso en la mejilla, como cuando besas a alguien que te acaban de presentar. Miró alrededor suyo, se encogió extrañado de hombros, y ante la negativa de Carla pareció irritarse un poco más. Señaló el café, llevándose la otra mano al bolsillo, que sacó en cuanto Carla asintió con la cabeza, dio media vuelta y salió del bar, sin esperar que cogiera su bolso. Carla le siguió con desgana, se sentó a su lado en el coche, y desaparecieron por las calles del pueblo. Poco después, Laura también salió del bar, con aire tan preocupado como cuando entró, y se perdió por la calle opuesta.
«¿Descansando del paseo, Toni?»; aquella voz siempre le producía la misma reacción, de pensar qué le quedaba por hacer e inventar una excusa.
«Buenos días, señorita Virginia»
«Buenas tardes más bien, Toni, que paseo largo te has tenido que dar hoy…»
«No, no lo crea… como de costumbre… aprovechando el día que quedó tan bueno»
«Pues Teresa ya hace un rato que te espera»
«¿Teresa? ¿Está por aqui, la ha visto?»
«Que yo sepa no; la vi en la ventana, cuando venía. Toni, hijo, ¿es que no te acuerdas que ibais hoy al almacén?»
«… el almacén… si… claro que me acuerdo… por eso iba ya de vuelta a casa, señorita Virginia»
«Anda, ve con tu mujer, y céntrate, hijo, ya verás que todo va a salir bien»
«Gracias, señorita Virigina, seguro que si. Si me disculpa, me voy a casa»
«Vé, Toni, hijo, ve. Adios»
La casualidad quiso llevarles a vivir en la misma calle, aunque por fortuna, la señorita Virginia vivía en la otra punta. Era tan asquerosamente amable… ¿Por qué no la recordaba asi de sus días de estudiante? Seguramente sería por Teresa, porque al contrario que a ella, en aquellos años jamás le valoró la profesora sus méritos, no importaba cuánto se esforzara él por demostrarlos. A veces sentía que ella tenía la culpa del rumbo que tomaba su vida cuando las cosas no le eran muy favorables. Si le hubiera reconocido de vez en cuando, si al menos le hubiera puesto en su sitio en las ocasiones que sabía positivamente que había sido el mejor…
Aceleró su paso de regreso a casa, en parte porque sabía que el enfado de Teresa iba en progresión geométrica con el tiempo que tardara en llegar, y en parte porque quería dejar atrás a la señorita Virginia. Le chocaba, sin embargo, que una señora tan amable, con una evidente educación y preparación, y que aún conservaba una belleza que no podía emborronar sus recuerdos de estudiante, se hubiera quedado soltera. Investigó el caso durante un tiempo, abriendo los oídos a los chismes de la gente, corroborando algunos y desechando otros al consultarlos con la documentación disponible en la biblioteca y los registros públicos. Espió a su antigua profesora hasta que se dio cuenta que Carla y Marcos le venían más a mano, llevando además la vida que él hubiera debido llevar.
«Espera, Toni, espera un momento»; Los gritos de la vecina de Carla le desviaron de su búsqueda de justificación para su tardanza casi llegando a su puerta. «La verdad es que tengo un poco de prisa, Rosa»; «Lo sé, Toni, lo sé… es que antes me dijo Teresa que ibais al almacén y como vais en coche, he pensado que no os importará llevar este paquete para la asociación, como os pilla al lado, no te importa, ¿verdad?», «Oh… no… no, claro que no, Rosa, nosotros lo acercamos», «son cuatro cosas sin importancia, algo de ropa, esas cosas… los pobres, lo pasan tan mal… ah, y esto es para vosotros, unos pimientos y unas manzanas de la huerta, a ver si tu mujer te hace una tarta, que le salen muy ricas». «Gracias, señora Rosa, es usted muy amable. Que pase un buen día».
¿De dónde diablos sacará una viuda a su edad tanto como para que le sobre para otros, que ni conoce ni se lo agradecen…? Las verduras eran de su propia huerta, en la parte de atrás de su casa. Era la única vecina que la mantenía, el resto habían habilitado garages, columpios para los niños, habitaciones para la colada o simplemente habían hecho jardines en perfecta armonía. Ella en cambio lo tenía todo, una pequeña tejabana donde su hijo acomodaba el coche cuando venía a verla, una larga cuerda entre dos manzanos con un trozo de madera que entretenía a su nieta, trepadoras alrededor de la tapia, custodiadas por fresas y moras y bordeadas todas ellas por un manto de margaritas multicolor; algún que otro rosal junto a la casa, y la huerta en mitad de todo aquello. Que compartiese eso estaba bien, al menos con los vecinos que la conocían de toda la vida. Pero lo otro… la ropa, el calzado, las toallas… en fin, todas esas cosas que a menudo… «tiraba»… esa era otra injusticia que ultimamente le traía de cabeza. Tendría que pensar en ello, si, pero ahora, de momento, estaba Teresa…
La noche llegó poco a poco a Arafer. Las nubes que habían jugado esquivas durante la tarde salieron de golpe, aunque sin llegar a estallar, bañando al pueblo con una noche un tanto fría que animaba a unos pocos a recorrer las calles. Entre los murmullos de la gente, sobresalían unos pasos acelerados seguidos de otros un poco más plomizos. Carla y Marcos regresaban a casa dando un paseo, aunque siempre que paseaban lo hacían asi, con Marcos abriendo camino, como si estuviera siempre a punto de perder un tren. Su rutina se rompió al doblar la esquina que les llevaba a su hogar. A lo lejos varias luces rojas y azules partían la calle en dos. «Mira, Carla, algo ha pasado, y parece que es cerca de casa»; «Dios mío, si, algo ha pasado».
Aceleraron el paso hasta alcanzar la ambulancia y los dos coches de policía parados frente a su entrada. De la casa de enfrente dos sanitarios sacaban una camilla con una sábana blanca cubriendo un cuerpo.
«¿Qué ha pasado, señora Rosa, lo sabe usted?», preguntó Marcos.
«Parece que las cosas no iban bien. Hombre, ultimamente se había vuelto un poco huraño con la gente y quién sabe si a ella… pero quién iba a imaginar algo asi señor, señor…»
«Pobre Teresa, lo que habrá tenido que soportar de es hijo de p..»
«No, no, Toni no… ha sido ella… Teresa… le ha debido golpear la cabeza con algo, y por lo que se ve los de la ambulancia no han podido hacer nada.»
«… Teresa… Toni…», casi susurró Carla
«Sí, hija, si, nunca se sabe en una casa qué pasa de puertas pa dentro»
Los ojos de Carla recorrían inseguros la escena. Del otro lado de la calle, vió aproximarse a su padre.»
«Papá, ¿qué haces aqui?»
«Salí a dar un paseo y vi la ambulancia viniendo hacia aquí. He venido a asegurarme que vosotros estáis bien».
«Si… si, claro, papá, estamos bien,, nosotros tambien llegábamos ahora de dar un paseo.»
Dos agentes de policía salieron de la casa custodiando a Teresa, con las manos esposadas. Su aparente tranquilidad sólo era delatada por su forma de respirar, que en ocasiones rozaba la convulsión. Con la cabeza visiblemente a kilómetros de allí, fue justo antes de meterla en el coche patrulla cuando a Carla se le heló realmente la sangre, Sus ojos que no buscaban nada, encontraron los suyos, y durante unos segundos su semblante se volvió poderosamente firme.
«Pe… pero… ¿habéis visto cómo me ha mirado?»
«Ya estamos, el ombligo del mundo», se quejó Marcos, poniendo los ojos casi en blanco.
«No, en serio, yo hubiera jurado… no sé, me pareció que…»
«… tu lo has dicho, Carla, te pareció. Mira, estos han tenido violencia doméstica, vete tu a saber desde cuándo la tenían… hasta que uno ha dado más fuerte, o primero… o las dos cosas, quién sabe. Anda, vámonos para dentro, que ha sido un día largo. ¿Se viene a tomar un café, Antonio?»
«No hijo, gracias, yo ya me tomé el mío en la cena. Sólo vine a ver que la cosa no iba con vosotros, y… en fin… que yo tambien me voy a mi casa ya. Que descanseis».
«Buenas noches, papá»
Marcos abrio la puerta de casa y entró como siempre, como si ésta se le fuera a cerrar antes de tiempo. Carla, más lenta que de costumbre aquella noche, se paró en el umbral de la puerta.
«Marcos, ¿tu me quieres?»
«Pues claro, Carla, qué cosas tienes, a estas horas… y podías cerrar al menos la puerta primero»
«Dime, ¿me quieres?»
«Que si, cariño, te quiero mucho, si ya lo sabes», contestó Marcos con tono un poco más tierno, entornando los ojos.
«Es que yo te quiero mucho, Marcos, yo te quiero más que a nada»
La cara de Marcos se iluminó como no lo hacía en semanas, y Carla sintió su corazón empezar a latir de nuevo. Se le acercó despacio, y con tono aún más tierno que antes, le susurró, «Anda, bobona, entra en casa, que te voy a demostrar lo mucho que te quiero». Carla cerró los ojos, sonrio, y se dejó arrastrar suavemente en la casa. Y Marcos, con el brazo que le quedaba libre, empujó un poco la puerta, para cerrarla, dejando para su privacidad lo que pasaba en su casa, de puertas pa dentro…»